ENTRE

LA MEDIOCRIDAD INSTITUCIONAL

Y

EL DOMINIO IMPERIAL DE LO INSTRUMENTAL

 

BETWEEN

INSTITUTIONAL MEDIOCRITY

AND

THE IMPERIAL DOMAIN OF THE INSTRUMENTAL

 

(Manuscript, pre-publication version, 2001)

 

Ramsés Fuenmayor

 

 

 

 

0. PREÁMBULO

 

1) La misión (o papel social) de la universidad no puede confundirse con la de otras instituciones de la sociedad: tiene que ser específica, propia y única de la universidad. Por otra parte, esa misión debe presentar una unidad a la cual concurren las diferentes actividades o partes de la institución. Es esta especificidad institucional y esta unidad sistémica las que brindan su ser a la universidad.

 

2) Aunque éste es el tema de fondo sobre el que voy a discurrir, quisiera presentar por adelantado y de manera encapsulada lo que pienso de la misión general de la universidad, entendida ésta como una institución propia de lo más esencial de la cultura Occidental.[1]

La universidad es la casa del cultivo de la verdad. La verdad es la apertura donde aquello que es el caso se muestra en su proteico ser a partir de su fundamento —de lo que lo hace posible. El cultivo de la verdad se realiza mediante el cultivo del saber (con pretensión de verdad) y de las artes —en general, de las formas excelsas de la cultura.

         “Cultivo del saber” significa creación y difusión del saber, ambas dentro de una misma práctica. El cultivo del saber une en un sólo concepto la noción de investigación y enseñanza. No tiene sentido, en la universidad, concebir una actividad de enseñanza desligada de la investigación, ni una investigación destinada a ocultar el producto de su esfuerzo. Por esta razón, la actividad básica universitaria es la investigación, dentro de una organización que permita, por una parte, la formación de los que continuarán la labor de investigación, y, por la otra, la continua difusión de ese saber en la sociedad nacional e internacional. Pero, aquí es necesario aclarar algo en relación con el uso que hago de la palabra “investigación”: Cuando hablo de “investigación” no me refiero simplemente a esa actividad productora de conocimientos, tarde o temprano vinculados con lo tecnológico, útiles para el aparato industrial y evaluados en relación con su papel en el mercado. No me refiero a la búsqueda de conocimientos, entendidos éstos como meros instrumentos tecnológicos. La investigación es la búsqueda incesante de la verdad. Es cierto: es la búsqueda de conocimientos, pero de conocimientos que de inmediato son sometidos a una crítica que no acepta confinarse ni en los límites de lo instrumental ni en los de una disciplina particular; conocimientos que son pasados por el más riguroso crisol de preguntas que van más allá del criterio de “certeza”; preguntas tales como: ¿sobre cuáles formas ontológicas, epistemológicas, políticas y morales se sustentan estos conocimientos? ¿Al servicio de qué y de quienes serán usados? ¿Por qué? y ¿para qué?

 

3) Creo que hay en la Universidad de Los Andes actividades, grupos, departamentos, centros, individuos que merecen el calificativo de universitarios. Pero son pocos; muy pocos en relación con el número de actividades, de instancias y de miembros de la organización que hoy le damos el nombre de “Universidad de Los Andes”; y muy pocos —o mejor dicho muy poco, poquísimo— en relación con su influencia en el papel socio-cultural que cumple la Institución. ¿Podremos contentarnos con estas singularidades universitarias? —Creo que no. No solamente por la minoría que representan, sino, también, porque ponen en evidencia su condición de fragmentos de una unidad fracturada y, en buena medida, destruida. Digo “destruida” porque creo que la Institución está fracasando rotundamente en la más simple, mínima y ampliamente aceptada función básica: la de formar seres humanos capaces de leer, escribir, y estructurar lógicamente simples situaciones problemáticas. (Ni hablar de la formación de ciudadanos capaces de ejercer una profesión al servicio de la justicia y del bienestar social general).m

 

4) Grosso modo, para nosotros, profesores universitarios, hay en este momento tres modos de auténtica acción política en nuestra institución:

a) Crear y mantener ejemplos de práctica universitaria en nuestros grupos, departamentos, centros o institutos. Pienso que, en la actualidad, la mayor parte de nosotros le debemos dedicar la mayor parte de nuestro tiempo a este primer modo.

b) Estudiar, pensar, hacer público el pensamiento y discutir sobre el ser y el deber ser de la institución con el fin de generar cultura política sobre la misma. Ésta, no hay duda, es una tarea de siempre, propia de la esencia universitaria.

c) Intentar transformar ciertos procedimientos normativos con el fin de crear mejores condiciones para el desarrollo de esas prácticas universitarias.

Los dos primeros modos constituyen la vía más lenta; pero, tal vez, la más sólida y trascendente. Sin embargo, se supone que lo que anima esta reunión es, fundamentalmente, la tercera posibilidad; la cual, obviamente, requiere de la segunda.[2]

 

 

I. CAMBIO INSTITUCIONAL

 

Cuando en el contexto que nos reúne hablamos de “cambio institucional” o “transformación institucional”, obviamente no nos referimos a los cambios cotidianos que caracterizan o tendrían que caracterizar la vida de una institución. Nos referimos a cambios de fondo; cambios que implicarían un golpe significativo de timón en la vida universitaria.

Ahora bien, si queremos transformar nuestra institución es porque percibimos una distorsión o degeneración de la misma, o porque la misma nunca ha podido ser lo que debía ser; en fin: porque la institución se presenta como un problema de fondo. Quiero insistir en esto último: Si la idea de una transformación profunda de la institución es auténtica es porque la (intuición, la idea y la concepción de la) institución actual se ofrece como problemática. Un problema es una brecha entre un estado deseado y uno percibido negativamente como actual; brecha que se arraiga en la condición de ser del asunto en cuestión. En otras palabras: el ser de lo que es el caso se ofrece como falta-de-ser sobre el fondo de un deber-ser. En consecuencia, la consideración del problema —que no puede ser sino una consideración práctica— tiene que pasar, de un modo u otro, por estas preguntas:

·      ¿En qué consiste el estado percibido como actual y su negatividad? (¿En qué consiste la falta-de-ser de la universidad actual —dibujada sobre el fondo de su deber-ser?).

·      ¿Cuál debe ser la misión de la universidad en el presente? (¿Cuál es la antítesis normativa a partir de la cual surge la falta-de-ser de la institución actual?).

·      ¿Cómo saltar la brecha entre la falta-de-ser y el deber-ser?

 

 

II. CONDICIÓN DE VIDA Y SER DE LA UNIVERSIDAD

 

Permítaseme deambular un rato por el espacio que abren estas preguntas. Para ello, quisiera partir de una breve caracterización de lo que considero son las dos fuerzas fundamentales que destruyen la universidad y que impiden la posibilidad de tener una auténtica institución universitaria. A partir de esa caracterización intentaré un bosquejo de lo que creo debe ser la misión fundamental de la universidad venezolana en el presente. Esas dos fuerzas destructoras son: “la mediocridad institucional” y “el dominio imperial de lo instrumental”.

 

II. 1 La mediocridad institucional.

         Mediocridad, según el Diccionario de la Real Academia, es la cualidad de lo que es “de calidad media, de poco mérito, tirando a malo”. Sin embargo, lo que quiero decir con mediocridad institucional es mucho más específico que eso. Para explicar tal especificidad requiero de las nociones de práctica y de virtud (dentro del contexto de las prácticas) en el sentido usado por Alasdair MacIntyre en su libro: “After Virtue”:

 

[Una práctica es] una forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, socialmente establecida, mediante la cual se realizan bienes internos a esa forma de actividad, en la medida en que se intentan alcanzar esos patrones de excelencia que son apropiados para —y que parcialmente definen a— esa forma de actividad; con el resultado de que los poderes humanos para alcanzar excelencia y las concepciones de los fines y bienes envueltos son sistemáticamente mejorados. (MacIntyre, 1985, mi traducción).

 

         (Piénsese en una buena escuela de música)

 

Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a permitirnos el logro de los bienes internos de una cierta práctica; y cuya falta nos impide efectivamente alcanzar dichos bienes. (MacIntyre, 1985).

 

         (Piénsese en la idea de virtud implícita en la expresión “es un virtuoso del violín”).

 

         Vale la pena extraer ciertas consecuencias de esas dos definiciones que serán importantes para pensar el asunto universitario. Para ello, es importante insistir en que una práctica es una forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa y socialmente establecida, la cual cumple las siguientes condiciones:

1) Mediante esa actividad se logran ciertos bienes; es decir, ciertos productos tangibles o intangibles de la actividad que se consideran como buenos.

2) La calidad (la condición de “buenos”) de estos productos es siempre mejorable.

3) La actividad propia de la práctica está esencialmente acompañada por una constante voluntad de lograr esa excelencia del bien.

4) Las virtudes propias de una práctica no sólo permiten producir el bien de esa práctica en su mejor condición posible, sino que permiten apreciarlo como tal. En otras palabras, aquél que no posea las virtudes propias de esa práctica no podrá apreciar cabalmente el grado de excelencia del bien producido por dicha práctica. Esta apreciación interna del bien será llamada “cara interna del bien”.

5) Sin embargo, para que la práctica sea socialmente establecida, el bien (o bienes) que ella produce deberá poseer también una cara externa; esto es, una cara que permita darle sentido social a la práctica en cuestión.

 

         Lo anterior implica que:

         Primero, la vida de una práctica se sustenta en esa voluntad colectiva de mejorar el bien que le da la razón de ser a dicha práctica. Es decir, la vitalidad de una práctica se funda en el continuo ejercicio y mejoramiento de las virtudes que le son propias —virtudes que, recuérdese, son necesarias, no sólo para producir el bien en su estado de mayor excelencia posible, sino que, al mismo tiempo, son necesarias para apreciar la excelencia de ese bien. Sustráigase la fuerza de aquella voluntad, o, sustráigase el ejercicio y mejoramiento de las virtudes, y se tendrá un cadáver de práctica. Obsérvese que esta condición de vida de una práctica es propia de toda práctica, independientemente de cuál sea el bien que produce —así como decimos que la condición de vida de cualquier mamífero depende de ciertas características funcionales biológicas básicas (por ejemplo, de que su corazón funcione adecuadamente), independientemente de cual sea el mamífero del caso.

         Segundo, la ausencia de virtudes en una práctica se da en un rango que va desde la mediocridad hasta el vicio. La mediocridad es la simple y pasiva ausencia de virtud. La mediocridad es dañina para la práctica por ser mera ausencia de virtud, falta de vida. El vicio es una cualidad cuyo ejercicio daña activamente a la práctica y a su bien. Es en este preciso sentido que usaré las palabras “mediocridad” y “vicio” en lo que sigue.

         Tercero, puesto que las virtudes son necesarias para producir y para apreciar el bien de una práctica, las personas más virtuosas son las llamadas a guiar y coordinar las actividades de la práctica. Esta guía y coordinación es, al mismo tiempo, un proceso de enseñanza continua de las virtudes propias de la práctica en cuestión.

 

         Ahora sí, volvamos al tema que nos ocupa: la primera característica fundamental de la falta-de-ser de la universidad —falta-de-ser que, como ya dije, sólo se hace visible sobre el fondo de contraste del deber-ser. ¿A qué vino este asunto de las prácticas en relación con el tema de la universidad?

         La respuesta, para todo aquel que haya practicado o, de alguna manera, vislumbrado una auténtica actividad universitaria, es obvia: La universidad no puede ser (en su deber-ser) sino una práctica general universitaria continuamente alimentada por un conjunto de prácticas parciales universitarias. La vida de la universidad se da en la vida de sus prácticas parciales y en la inserción de las mismas en su práctica general. Si las prácticas constitutivas de la universidad no tienen vida, la universidad es un cadáver institucional. Si la voluntad dominante en la universidad no es la de mejorar los bienes de sus prácticas parciales y de su práctica general, la universidad es un cadáver institucional. Si la mediocridad institucional y el vicio institucional dominan las virtudes institucionales, la universidad es un cadáver institucional.

Creo que el grueso de lo que llamamos Universidad de Los Andes,[3] está dominado por la mediocridad institucional, la cual, algunas veces, raya en el vicio institucional. Nótese que, hasta ahora, no he pasado a examinar la especificidad de la práctica universitaria; a saber, el bien específico que produce la universidad. Esto implica que el juicio anterior es, de cierto modo, previo a la condición específica de la práctica universitaria. Se refiere más a la condición de vida de dicha práctica que al tipo de vida que le es propia. Antes de pasar a considerar este tipo de vida específico, mediante el examen de la segunda fuerza destructora (o segunda característica de la falta-de-ser de la universidad), vale la pena preguntarnos: ¿qué medida institucional se puede adoptar para apuntalar la condición de práctica como forma vital del quehacer universitario?

Como decía al comienzo, una medida obvia es la de reforzar y convertir en ejemplo las pocas prácticas dispersas que subsisten en la institución. Pero esto tendría que ser parte del trabajo cotidiano de cada uno de nosotros. Otras medidas, precisamente las que podemos discutir aquí, tendrían que apuntar en dos direcciones básicas (y esto simplemente se deriva de la conceptualización anterior): 1) definición de rigurosos regímenes de permanencia y ascenso de profesores y estudiantes; y, 2) asignación de la autoridad universitaria a los virtuosos universitarios que tengan la capacidad de conducir las prácticas universitarias. Claro está, estas medidas enfrentan una grave dificultad desde el inicio: Los criterios de evaluación de una práctica se derivan directamente del ejercicio de las virtudes. Para evaluar las virtudes hace falta poseer las virtudes. Ello implica que tal evaluación no puede gozar de ese tipo de “objetividad” válido para todos —para los virtuosos y para los no virtuosos. ¿Cómo evaluar en una institución que está dominada por la mediocridad? Claro está, se pueden conseguir criterios “objetivados” que evalúen algunos aspectos de esas virtudes. ¿Hasta qué punto podrán tales criterios “objetivados” evaluar las virtudes universitarias?  —La respuesta a tal pregunta sólo se puede conseguir en el dominio propio de la universidad; es decir, ya no tanto en su condición de vida (lo que hasta aquí hemos tratado), sino en su condición de ser (lo que trataremos a continuación).

Mencionábamos una segunda fuerza destructora de la universidad: “el dominio imperial de lo instrumental”. Mientras la primera fuerza se ensaña de manera muy especial contra nuestras universidades venezolanas, la segunda corroe las bases de las universidades de todo el mundo occidental u occidentalizado.

 

II.2 El dominio imperial de lo instrumental.

         Ya desde el siglo XIX, los mejores pensadores comenzaron a vislumbrar el dominio de la racionalidad instrumental en el que se embarcaría la modernidad occidental. Es difícil, sin embargo, que aquellos visionarios pudieran imaginar hasta qué punto tenían razón en sus temores. En efecto, la Razón, el personaje principal de la última meta-narrativa de Occidente, en un corto período de 200 años, dejó de ser la Razón emancipadora que guió el Proyecto de la Ilustración para convertirse en mera razón instrumental al servicio de un orden social pre-establecido e incuestionado; un orden cuya nota dominante es la fragmentación y pérdida de sentido del mundo de la vida. Claro está, en la medida en que el dominio de la razón instrumental gane terreno, será cada vez más difícil, no sólo entender ese orden pre-establecido, sino atisbar el mismo dominio de la razón instrumental.[4]

         No es de extrañar que el mundo laboral vinculado a la industrialización se embarcara dentro de una racionalidad instrumental sólo pendiente de cómo producir más, de manera que se venda más y al menor costo. Pero lo inaudito es que también las universidades están rápidamente siendo arrastradas por esta devastadora corriente que las aleja vertiginosamente de su esencia histórica; a saber: la crítica, la revelación de los supuestos invisibles para la mirada dogmática. En razón del tiempo que dispongo para esta exposición, permítaseme una muy breve y, por tanto, seguramente trivial explicación sobre este asunto:

         La universidad ha sido, históricamente hablando, la práctica del cultivo de una muy particular forma cultural inaugurada por los griegos de la antigüedad. Esa forma cultural tuvo, desde el comienzo, dos condiciones fundamentales que marcaron su inicio, su devenir y, seguramente, marcarán (o están marcando) su fin como forma histórica. Es en estas dos condiciones fundamentales donde la academia, la universidad, consigue su razón de ser. ¿Cuáles son esas condiciones o rasgos fundamentales de aquella particular forma cultural iniciada por los antiguos griegos?

 

1) Por una parte, se inaugura un modo de pensamiento muy particular, particularísimo. Se trata del pensamiento sobre lo que permite el pensamiento. Veamos: Todo pensamiento se erige sobre el fundamento de un tejido lingüístico, cultural e histórico[5]. Un acto de pensamiento, como diría Wittgenstein, es una jugada (como una jugada de ajedrez) dentro de un juego que ya existe antes de la jugada. El juego hace posible la jugada y le da sentido. Pienso “lo que debe ser la universidad”; o pienso “lo que voy a hacer cuando esta noche regrese a mi casa” —pienso lo que sea el caso, siempre en términos de esa matriz lingüística-histórica-cultural que le es dada al pensamiento. Un modo más adecuado de enunciar esta dependencia es el siguiente: La “cultura piensa”, se despliega como tal, en términos de nuestros pensamientos particulares.

Sin embargo, normalmente no pienso en esta dependencia de mi pensamiento; mucho menos pienso cómo cada pensamiento se hace posible y adquiere sentido a partir de esa matriz fundamental. Lo que los griegos inauguraron fue, precisamente, un pensamiento que pensaba cómo el pensamiento era posible a partir de esa matriz fundamental. Esto significó que, al despliegue cultural propio de cualquier cultura, los antiguos pensadores griegos añadieron una especie de actividad especular mediante la cual la cultura intentaba verse a sí misma en su propio despliegue. Sin embargo —y esto es de fundamental importancia para el presente— esta actividad especular era posible sobre el ya elaborado tejido cultural griego: sobre un lenguaje, una mitología y unas prácticas sociales que le brindaban un sentido básico al acontecer, de manera que cualquier cosa que fuese el caso se insertase en una totalidad de sentido (el mundo de la vida).

 

2) Este muy particular uso del pensamiento estaba indisolublemente ligado a una voluntad y un ethos también muy particulares: el cuidado de la cultura —la paideia, en su sentido más sublime. De este modo, esta extraña cultura no sólo desarrolló en su seno la actividad de verse a sí misma, sino, además, de verse de manera tal que velase por su buen desarrollo. De nuevo, esta armoniosa combinación de cuidar y pensar que llamaremos “velar[6] paidético” se daba sobre la base de —permítaseme repetirlo— un ya elaborado tejido cultural griego: un lenguaje, una mitología y unas prácticas sociales que le brindaban un sentido básico al acontecer de manera que cualquier cosa que sea el caso se insertara en una totalidad de sentido (el mundo de la vida).

         La universidad moderna, en su forma históricamente más auténtica, re-encuentra su llamado original: la tarea del velar paidético. Lo re-encuentra ante el peligro inminente del deterioro de ese tejido básico sin el cual no es posible el mismo velar paidético. Explico:

         Creo que una cierta re-interpretación histórica realizada en el siglo XX[7] sobre lo que ocurrió con la cultura europea entre los siglos XVI y XIX revela un panorama que, para nuestros propósitos, se podría resumir así:

La edad media europea estuvo marcada por el lento tejer de una cultura que permitiese reunir sobre una base común fuentes culturales muy diferentes. En efecto, para que la vida individual y colectiva tuviese sentido, era necesario entretejer ciertos rasgos culturales originalmente europeos (bárbaros) con otros rasgos de la cultura occidental que los romanos trajeron a Europa. En el Siglo XV, especialmente en sus últimos años, como en la mañana de una de las largas noches de Penélope, se desteje aquella inestable trama.[8] La tarea de los siglos por venir era reconstituir un nuevo tejido cultural en el que lo que ocurría tuviese sentido en la totalidad del mundo de la vida. Contrario a lo que normalmente se piensa, la ciencia del Siglo XVII —con su marcado afán clasificatorio, su ontología dualista, su episteme de la representación, y su casi apenas larvado interés hermenéutico— hace un flaco favor en esta tarea re-constitutiva. No es sino hasta fines del Siglo XVIII cuando se produce el proyecto de un nuevo tejido cultural que le brindase sentido holístico al acontecer. La trama de aquel tejido fue —no podía ser otra— una meta-narrativa que alojase en su interior a las demás narrativas y explicaciones (científicas y no científicas); y que le brindara un rico sentido al acontecer. En efecto, el cuento del progreso de la Razón debía dar cuenta, no sólo de la poderosa voluntad de emancipación, virtuosamente representada por el sapere aude kantiano; debía dar cuenta no sólo de cómo los europeos habían llegado a ser lo que eran y cuál era el proyecto que les esperaba; debía dar cuenta, además, del acontecer cotidiano y de su sentido en la totalidad de la vida individual y colectiva. Las instituciones educativas —en particular: la universidad— tendrían que jugar un papel fundamental en aquella reconstitución histórica del ser europeo y occidental. El trabajo de re-pensar y re-definir la universidad se le encomendó a las mentes más brillantes de la época. De allí surgió el último gran intento por definir lo propio de la universidad, desde el punto de mira privilegiado de una profunda conciencia histórica y filosófica. Me refiero a la más sólida concepción de universidad moderna; a esa que alcanza su modo más explícito en el discurso fundamentador del acto de creación de la Universidad de Berlín entre 1807 y 1810. De ese discurso fundamentador se derivaron las actas constitutivas de muchas universidades, especialmente, las del nuevo mundo. Nuestra actual Ley de Universidades es aún, a pesar de ciertos cambios introducidos posteriormente, un claro testimonio de esa derivación.

         El proyecto salió de la pluma del gran filosofo alemán J.G. Fichte. El ministro prusiano debía decidir entre la versión original presentada por Fichte y las críticas que la misma recibió por parte de Schleirmacher. Para ello consultó a Wilhelm Von Humboldt, quien se encargaría de re-redactar el documento constituyente de la Gran Universidad de los tiempos modernos. Las voces de gigantes del pensamiento moderno como Fichte, Schleirmacher, Hegel y  Schelling guiaban la ya sabia pluma de Von Humboldt.

         Al mirar la superficie de aquella luminosa concepción de universidad encontramos la clara figura de una práctica destinada a buscar el saber; saber que pretende liberar al ser humano de los prejuicios invisibles que tradicionalmente guían su acción y de las condiciones materiales que adversan el “progreso de la razón”. Pero, creo que una mirada más profunda revela algo más importante y trascendente: Aquella universidad tendría en sus manos, nada más ni nada menos, que la actividad de tejer la matriz de sentido para la vida individual y colectiva del mundo moderno.

         Con mayor o menor ayuda de la universidad y del resto de las instituciones educativas que se gestaron para construir el nuevo orden socio-cultural, se constituyó lo que algunos han denominado la constelación moderna. Una serie de nociones básicas (libertad, justicia, deber, ciencia, filosofía, Estado, trabajo, etc.) y la trama nocional y conceptual de la cual éstas eran intersecciones; una serie de prácticas e instituciones; unas formas de poder y de dominación; una serie de actitudes, ritos y costumbres; todo esto y muchos otros elementos que ahora no viene al caso nombrar se dispusieron y gravitaron para constituir la constelación moderna.[9]

         En menos de 200 años los bombos y platillos se apagaron y el valse se convirtió en música disonante. Creo que el Proyecto de la Ilustración llevaba consigo las semillas de su propio fracaso; pero, para nuestro propósito, sólo hace falta dar cuenta del fracaso. En efecto, las fuerzas gravitacionales que sostenían la constelación moderna se debilitaron y sus elementos comenzaron a dispersarse. Las nociones y conceptos perdieron el contexto global que les daba sentido; las instituciones y prácticas sociales se desviaron de su rumbo original; las formas de poder diseñadas dieron lugar a modos de dominación contrarios a las concepciones originales. En fin, se fragmentó la constelación de la modernidad. Hoy vivimos en las ruinas y fragmentos de lo que pretendió ser la constelación moderna. Y lo que es peor: no lo sabemos.[10]

         Por el contrario, tenemos la sensación (digo “sensación” porque no nos damos cuenta) de que los rasgos determinantes del presente histórico son eternos; y que, salvo por “imperfecciones primitivas”, siempre han sido el caso. En efecto, no nos damos cuenta de que el imperio de la condición ontológica instrumental (todo aparece como instrumento listo para ser usado) y su consiguiente mentalidad instrumental (invisible para sí misma) es, precisamente, el estado de degeneración del tejido cultural básico que permite que lo que ocurre en la vida tenga sentido. El mercado como fundamento metafísico (ontológico y axiológico) activado por el neo-liberalismo radical como forma económica política; el “yo” descomprometido que rige la vida individual y colectiva (destruyendo cualquier forma de colectividad que no sea la competencia y el uso de los demás); el derecho individual como sustituto de la justicia y de la moralidad; el naturalismo socio-biologicista que nos sirve para explicar todo comportamiento —son todos rasgos históricos acompañantes del imperio ontológico de lo instrumental; son rasgos propios de una crisis inter-epocal. En fin, no nos damos cuenta de que estamos atrapados en una trampa histórica destructora del sentido holístico del acontecer, de la vida y del mundo de la vida.

         Lo anterior se hace mucho más acuciante en sociedades como la venezolana; las cuales, sin haber nunca logrado incorporarse a la modernidad europea, se precipitan al sin-sentido de una post-modernidad sin modernidad —sin que le sirva de freno una cierta inercia moderna que aún conservan las sociedades europeas. La elevada criminalidad; la corrupción como forma social profundamente arraigada; la tremenda injusticia que separa y marca ineludiblemente las diferencias entre los destinos de aquellos niños nacidos en condiciones extremas de miseria y pobreza y los de aquellos que tienen la oportunidad de ser cuidados y educados durante su niñez; el derrumbe de la dignidad del trabajo y de toda forma de dignidad humana que no sea la precariedad del lustre dado por el consumo desmedido —éstas y muchas otras son inevitables consecuencias de habitar ese mundo sin-sentido propio de la post-modernidad sin haber pasado por la modernidad.

 

         He aquí la gran tarea de la universidad; de la universidad en todo el mundo occidental y occidentalizado; pero, muy especialmente y de modo particularmente urgente, de la universidad en países como Venezuela. Universitarios: debemos recobrar el hilo histórico que le brindó su esencia a la universidad occidental y —en clara oposición a la corriente dominante en universidades foráneas— reconstituir una institución cuya misión histórica particular sea la siguiente: descubrir la trampa histórica del presente y contribuir a generar la trama narrativa-explicativa de un nuevo modo de vida y un nuevo mundo de la vida después del fracaso de la modernidad europea. Es esta la forma histórica particular de la misión fundamental universitaria, la del cultivo de la verdad, a la que me refería en el preámbulo de esta charla.

         Esa misión histórica particular, comprendida dentro de aquella misión fundamental, define la práctica general universitaria (de la cual son tributarias las prácticas particulares), a la que hice alusión en la primera parte de esta conferencia. Ya podrán ustedes imaginar cómo las virtudes de esa práctica general estarán más directamente vinculadas con las virtudes que hoy denominamos “morales”. Será otro el momento en el cual podremos discutir el modo como las prácticas particulares se insertarían en la práctica general y como las virtudes de una y de otra se constituyen un una “moral universitaria”. Pero por ahora, debo concluir uniendo los dos cabos sueltos que, hasta ahora, representan esas dos faltas-de-ser de nuestra universidad.

 

 

III. LA ANTINOMIA QUE ENFRENTA LA INTENCIÓN DE TRANSFORMACIÓN UNIVERSITARIA.

 

         La universidad del presente debería estar constituida por una serie de prácticas buscadoras y trasmisoras del saber en disciplinas particulares, las cuales, a su vez, contribuirían con y se alimentarían de la práctica general de la búsqueda de la verdad. El sentido histórico de la búsqueda de la verdad en el presente es la reconstitución histórica de ese nuestro presente; lo cual deberá contribuir con la generación de una nueva trama de sentido para la vida individual y colectiva. Esto, en una cápsula, creo que es la misión de la universidad en el presente. Éste, creo, es su deber-ser. Su falta-de-ser, decía en la primera parte de este escrito, viene dada por el efecto de dos fuerzas destructoras de ese deber-ser: la mediocridad institucional y el dominio imperial de lo instrumental. Si esto es cierto, tendríamos entonces que armarnos en fiero combate contra estos dos enemigos.

Sin embargo, hay una grave antinomia que enfrenta desde el comienzo esta intención de combate. No dispongo ya de tiempo para desplegar adecuadamente dicha antinomia y cómo ella puede ejercer un efecto paralizador en el intento de lucha contra la falta-de-ser universitaria; pero, permítaseme al menos enunciarla: Luchar contra un enemigo significa darle oportunidad al otro. Ir en contra de un enemigo significa darle la espalda al otro para que nos ataque. Empujar un enemigo significa dejarnos triturar por el otro.

Si emprendemos un fiero ataque en contra del imperio de lo instrumental que rápidamente se adueña de todas las universidades del mundo (e.g. en contra de ciertos patrones de evaluación del desempeño universitario), nos convertiremos en los mejores aliados de la mediocridad que campea en nuestra institución. La mediocridad dirá: “como todos los ´criterios objetivos´ de evaluación obedecen al dominio de lo instrumental y no tenemos unas prácticas universitarias que legitimen el juicio de los virtuosos (o peor, que todo juicio debe ser “democrático”), olvidemos la evaluación y el rigor institucional”.

Si, por otra parte, atacamos la mediocridad con los únicos “criterios objetivos” que tenemos a la mano, le daremos un espaldarazo a la universidad tecnológica; a ésa cuya misión es producir tecnología sin preguntar para qué o para quién.

¿Qué hacemos?

El desarrollo discursivo que termino con esta pregunta práctica coloca la pregunta en cuestión en lo que considero su justo terreno. La coloca sobre el contexto de una estructuración de la problemática universitaria. Seguramente habrá otros modos más ricos y profundos de plantear tal problemática; pero preguntar “¿qué hacemos?”, sin una caracterización de fondo del problema ante el cual formulamos la pregunta, es sólo un tic nervioso de la habladuría de los pasillos universitarios —nada más alejado de la práctica.

 

 

Mérida, Abril de 2001

 

 

 

 

 



[1] Más adelante consideraré la forma histórica particular que esta misión debe tomar en el presente.

[2] Lamentablemente, tengo muy poca confianza en la autenticidad institucional del supuesto proceso de cambio en el que estamos involucrados; y, por tanto, tengo muy pocas esperanzas sobre la operación de cambios institucionales para nuestra moribunda universidad.

No nos engañemos, este movimiento de cambio universitario en el que nos encontramos está, si no movido, por lo menos pervadido, por dos intenciones inauténticas en relación con lo que dice ser el proceso: a) producir un cambio decorativo que deje intacto nuestro actual modo de ser universitario y nos proteja de posibles transformaciones que provengan del exterior de la universidad; y, b) un gesto demagógico y manipulatorio (auto-manipulatorio) que permita guardar las apariencias ante nosotros mismos —un gesto tranquilizador de conciencias. No pretendo situar esta intención simplemente en una mente maquiavélica que está moviendo los hilos detrás de todo esto. Creo que se trata, más bien, de un proceso social en el cual, de maneras muy diferentes, casi todos participamos. No hace falta hablar mucho para darse cuenta que las fuerzas impulsadas por estas intenciones no hacen más que socavar la posibilidad misma que anuncia el proceso; y que si dicho proceso de cambio está fundamentalmente movido por estas fuerzas, su destino es ser lo contrario de su fachada. Tampoco hace falta mucha reflexión para darnos cuenta de que, si ese es el caso, nosotros, los aquí reunidos, cumpliremos un papel que oscila entre la condición de cómplice y la de títere —por lo menos, en lo inmediato.

Sin embargo, no me cabe duda de que en algunas de las personas que se han involucrado en este proceso hay una auténtica preocupación por la cosa universitaria. En términos de ellos y de la esperanza que siempre alberga el segundo modo de acción política, quisiera pronunciar estas palabras que parten de la suposición de que nos tomamos en serio este asunto de la transformación universitaria.

[3] Supongo que lo mismo ocurre con otras instituciones universitarias en Venezuela.

[4] Esta situación es descrita con sencillez y maestría en la metáfora de “la trampa” de Sir Geoffrey Vickers:

"Las nasas se diseñaron para atrapar langostas. Si un hombre entrase a una nasa de tamaño humano, inmediatamente sospecharía de la entrada en forma de embudo  que se va estrechando hacia el interior de la nasa; en vista de lo cual, evitaría la caída al final de dicho embudo. Si, a pesar de todo, cayese en la trampa, reconocería la entrada como una posible salida y, aunque tuviese forma de langosta, treparía para escapar.

Una trampa es trampa sólo para criaturas que no pueden ver la forma de la trampa. Las trampas para seres humanos son peligrosas sólo en la medida de nuestra imposibilidad para ver y evaluar los supuestos sobre los que se funda nuestro ver y nuestro hacer. La cualidad esencial de una trampa se da en función de la naturaleza del atrapado. Describir uno de los dos es implicar al otro...

...Nosotros los atrapados tendemos a no darnos cuenta de nuestro propio estado mental, a tomarlo como algo dado e invisible para nuestra mirada. Esta es la verdadera razón por la cual nos encontramos atrapados.. we the trapped tend to take our own state of mind for granted

 Ver forma de la trampa no es otra cosa que ver nuestros límites y cuestionar esos supuestos acerca de nosotros que nos hacen más ineptos para la actividad y la experiencia de ser humanos en el presente.”

                              (Vickers. G: Freedom in a Rocking Boat, mi traducción no literal)

[5] Decir “lingüístico”, “cultural” e “histórico” es sólo nombrar tres aspectos o caras de la misma matriz ontológica sobre la que se distingue cualquier cosa que sea el caso.

[6] “Yo amo a Jesús, que nos dijo:

Cielo y tierra pasarán.

Cuando cielo y tierra pasen

mi palabra quedará.

¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?

¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?

Todas tus palabras fueron

una palabra: Velad.”

                   Antonio Machado.

 

[7] Inspirada en el trabajo de Martín Heidegger, Michel Foucault, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor y otros.

[8] En este sentido, la monumental obra de Cervantes, El Quijote de la Mancha, es una muestra arqueológica invalorable.

[9] Es obvio que estoy definiendo la modernidad en términos del Proyecto de la Ilustración. Otro modo de pensar el asunto es suponer que el Proyecto de la Ilustración sólo fue una especie de contraparte necesaria en el desarrollo de un proceso de modernización cuya forma es apreciable de manera clara en la segunda mitad del Siglo XX (con ilustres anticipaciones desde Nietzsche). Si el lector prefiere esta interpretación, cuando en lo sucesivo yo me refiera a la “modernidad”, piense en el Proyecto de la Ilustración; y cuando me refiera a la “post-modernidad” piense en la “alta modernidad. El cambio de términos afecta muy poco mi argumento.

[10] Viene de nuevo al caso la metáfora de “la trampa” de G. Vickers antes citada.